19/20SEP2024|20:00H
WOLFGANG AMADEUS MOZART | Sinfonía nº39, en Mi bemol mayor, K.543
CARL ORFF | Carmina Burana
Soprano | Bryndís Guðjónsdóttir
Tenor | Santiago Ballerini
Barítono | Milan Perišic
Coro | Orfeón Donostiarra
Coro de Niños | Escolanía de los Palacios
Directora | Shiyeon Sung
Notas al programa
Tras la gala inaugural en los Reales Alcázares, plena de emoción y de belleza, da inicio hoy la temporada de conciertos sinfónicos en el Teatro de la Maestranza y lo hace “a lo grande”, con un potente programa y unos invitados de lujo. El Orfeón Donostiarra vuelve a Sevilla, ¡oh, fortuna!, después de quince años de ausencia de sus escenarios y tras más de veinticinco años de su última actuación con la ROSS.
Este buque insignia de la música coral, que en 2022 cumplió ciento veinticinco años, retorna con una obra emblemática como “Carmina Burana”, con la que ha cosechado grandes éxitos internacionales, entre ellos, la grabación en 1994 para el sello EMI con la Orquesta del Capitolio de Toulouse y la dirección de Michel Plasson, director honorífico de la ROSS.
En la interpretación de esta cantata épica y alucinatoria acompañan a la histórica institución la brillante Escolanía de los Palacios, la soprano islandesa Bryndis Guðjónsdóttir, ganadora en 2022 del XVIII del concurso de Nuevas Voces Ciudad de Sevilla convocado por la Asociación Sevillana de Amigos de la ópera, el tenor italo-argentino Santiago Ballerini y el barítono serbio Milan Perišić. Todos dirigidos por la prestigiosa maestra surcoreana Shi-Yeon-Sung de gran proyección internacional, al frente siempre de primerísimas orquestas.
Sinfonía nº 39 de Mozart
Antes de adentrarnos en los crepusculares y apocalípticos claustros medievales, en los sórdidos antros tabernarios donde chirría la voltaria rueda de la fortuna, invoquemos al genio tutelar del Maestranza que, reclinado sobre una sillita de enea, nos saluda en la rentrée violín en mano desde su silencio de bronce, mientras revisa la partitura de “Las bodas de Fígaro” o “Don Giovanni”.
En el inconmensurable cosmos mozartiano hay una constelación que brilla con luz propia, la formada por las tres últimas y trascendentales sinfonías (39. 40 y 41, “Júpiter”), compuestas en apenas diez semanas durante el verano de 1788. Los musicólogos no tienen certezas sobre si estos tres prodigios que articulan todo el sinfonismo romántico de Beethoven a Mahler llegaron a ser estrenados en vida del autor. Sí sabemos con seguridad que la ominosa rueda de la fortuna se cernió con crueldad sobre el genio de Salzburgo durante sus últimos años de vida. Abandonado por sus protectores y por el público vienés, y náufrago en un mar de deudas y dudas, tuvo enormes dificultades para organizar conciertos y solo el éxito relativo de la “Flauta mágica” pudo paliar estas carencias.
Se han supuesto toda clase de causas para explicar la caída en desgracia de Mozart. Cada vez cobra más peso, sin embargo, la tesis de que la complejidad de sus composiciones lo hubiera hecho oscuro a una Viena refractaria a la música del futuro.
Las tres últimas sinfonías de Mozart son las tres primeras del Romanticismo y su extensión, su arquitectura y las múltiples innovaciones que incorporan no eran asimilables en una primera escucha por quienes habían adorado al Mozart más cortesano. Un testimonio de 1792, tan solo un año después de su muerte, con motivo del estreno de la Sinfonía nº 39 en Hamburgo, da cuenta de estas reacciones:
“Es casi imposible seguirla tan rápidamente con el oído y el sentimiento, y uno casi queda paralizado. Esta verdadera parálisis se hizo visible en varios entendidos y melómanos…”.
En efecto, la Sinfonía nº 39 es riquísima en ideas y novedades. Su mayor extensión, que ya anunciaron las predecesoras “Linz” (nº 36) y Praga (nº 38), preludia la “Sinfonía Heroica” de Beethoven, heredera directa de esta constelación final y con la que la sinfonía 39 comparte la tonalidad en Mi bemol mayor, propia del carácter solemne y regio, apreciable en el arranque de la composición. Tras el inicio majestuoso sobrevuelan la orquesta agudas disonancias que entonces debían parecer extrañas y que hoy admiramos como la marca de agua del clasicismo mozartiano.
La sinfonía consta de cuatro movimientos que evidencian los grandes contrastes rítmicos que dan a la obra un carácter enérgico y vivaz, solo el allegro final mantiene el tempo constante. La aparición de dos clarinetes en el trío final del tercer movimiento nos ubica en la órbita del Mozart más excelso, el del “Concierto para clarinete” y la subsecuente sinfonía 40, de la que su biógrafo Alfred Einstein afirmó que constituía “una súplica a la eternidad”.
Carmina Burana
Los “Carmina Burana”, expresión latina equivalente a “Los poemas de Beurn”, son un conjunto de poemas anónimos en latín y alto alemán de los siglos XII y XIII aparecidos a principios de siglo XIX en la Abadía Benedictina de Beurn, en los Alpes Bávaros. De carácter goliardo, es decir, compuestos por clérigos y estudiantes errantes y disolutos, sus versos satirizan las costumbres morigeradas y ensalzan la vida tabernaria, el juego y los placeres. En 1935, muy impresionado por la lectura de estos poemas de su Baviera natal, el compositor muniqués Carl Orff (1895-1992) abordó la composición de una cantata escénica profana que sería estrenada el 8 de junio de 1937 en Frankfurt. Orff, que hasta entonces había destacado en el ámbito musical alemán por su labor pedagógica como autor del célebre “método Orff” para escolares, quedó tan subyugado por su propia creación que pasó a considerarla su opus número uno.
En el llamado Codex Burano, al frente del primer poema, el “Himno a la Fortuna”, figuraba la imagen miniada de la “Rueda de la Fortuna” que inspiró a Orff la arquitectura de su cantata. Es el dibujo de un monarca atado a la rueda de un carromato condenado a transitar eternamente entre cuatro estados: “Reino. Reiné. Sin reino. Reinaré”. Con esta idea circular Orff seleccionó 24 poemas que repartió en cinco secciones (“Primavera”, “En el bosque”, “En la taberna”, “Corte del amor”, “Blancaflor y Helena”) que expusieran la precaria y vacilante condición de la existencia, siempre amenazada, incluso en los días felices, por las arbitrariedades de la suerte.
Así, tras el arranque épico y profético de la obra, que en las voces del Orffeón Donostiarra (hoy con doble efe) alcanza dimensiones cósmicas y, girando siempre en las aspas de la fortuna, recorremos distintos estadios de las primordiales emociones humanas.
Carl Orff añadió a la primera serie el amplio subtítulo de “Canciones laicas para cantantes y coreutas para ser cantadas junto a instrumentos e imágenes mágicas”. Es, precisamente, el carácter visionario y cinematográfico de esta música la que explica su impacto en la cultura popular, resultando memorable su aparición en la hipnótica y psicodélica “Excalibur” de 1981, justo un año antes de la muerte de su compositor que pudo ver como su obra, ajena, ¡oh, contradicción!, a los vaivenes de la fortuna, transitaba todas las escalas del éxito, desde los más lóbregos escenarios de la Alemania nazi hasta la modernidad más kitsch.
José María Jurado García-Posada