FRANZ LISZT | Les préludes, S.97
FRANZ LISZT | Concierto para piano y orquesta nº2, en La mayor, S.125
GYÖRGY LIGETI | Concierto rumano
BÉLA BARTÓK | El mandarín maravilloso: Suite
Piano | Eldar Nebolsin
Director | György Győriványi Ráth
Notas al programa
Cuando el físico nuclear italiano Enrico Fermi, premio Nobel en 1938, planteó su célebre paradoja sobre la existencia de civilizaciones inteligentes y la carencia de sus vestigios en el universo conocido, su colaborador, Leo Szilard, dio la respuesta: “ya estamos aquí, nos llaman húngaros”.
No hay campo del saber en que no haya brillado la inteligencia magiar. Del bolígrafo común al cubo de Rubik, del ordenador personal a la vitamina C, son innumerables las invenciones y descubrimientos de la vida moderna que tienen su origen en la nación transdanubiana. Hasta la implacable Bomba H es un invento húngaro, metafísica reacción a un siglo XX trágico y convulso en el que Hungría, centro del centro de Europa, padeció todas las furias.
No solo en las ciencias se ha revelado el genio de esta nación del tamaño y población de Andalucía. Sobre la inteligencia musical húngara, que hunde sus raíces en la extraordinaria riqueza de su folclore, reposa en gran medida la música de nuestro tiempo.
Franz Liszt (1811-1870) es el gran profeta y genio tutelar de la música húngara que fue el primero en dar a conocer con sus rapsodias basadas en danzas y canciones populares. Él mismo fundó en 1875 la Academia Real Nacional Húngara de Música, hoy Academia Ferenc Liszt de Budapest, donde se formaron y enseñaron en las primeras décadas del siglo XX figuras como Belá Bartok, Zoltan Kodaly y Ernő Dohnányi, cuyo magisterio se prolonga en la segunda mitad del siglo en compositores como Gyorgy Ligeti y György Kurtág. De las aulas de esta prestigiosa institución salió una pléyade de directores errantes que han firmado algunas de las páginas más gloriosas de la discografía, como Eugene Ormandy, George Szell, Antal Doráti y Georg Solti y solistas virtuosos como la legendaria pianista Annie Fischer o el incombustible András Schiff.
Hoy, bajo la batuta del director húngaro Gyorgy Ráth, ganador en 1986 del premio Toscanini y formado también en la Academia Ferenc Liszt, y acompañados por el pianista uzbeco Eldar Nebolsin, ganador en 1992 del XI Concurso Internacional de Piano de Santander de 1992, haremos un tour por la historia musical de Hungría. Esta noche el Arenal de Sevilla se tornará en el barrio de Pest y, al otro lado del Danubio, el barrio de Triana se perderá hacia las sombras de los montes de Buda, ese Aljarafe magiar.
Los preludios
Franz Liszt (aunque lo adecuado hoy sería escribir Liszt Ferencz) es una de las personalidades más fascinantes de la historia de la música. Su vida novelesca, como virtuoso hechicero de las masas a la manera de Paganini, el “violinista del diablo”, a quien tuvo por modelo, encarna como acaso solo lo había hecho antes Lord Byron, el espíritu romántico de su siglo. La “Lisztomanía”, primera manifestación de lo que hoy conocemos como fenómeno fan, se extendía por Europa al ritmo de sus recitales que lo trajeron a España y a Sevilla, donde pasó las navidades de 1844 y dio tres conciertos a los que acaso pudo asistir un niño de ocho años llamado Gustavo Adolfo Bécquer. Como buen héroe romántico las turbulencias amorosas y existenciales pugnaban en él con un anhelo de mística santidad que lo llevaron a tomar órdenes religiosas menores y a ser ordenado abad en Roma, en 1865. Aquel año y en otra pirueta del destino su hija ilegítima Cósima daba a luz al primer hijo de su admirado Richard Wagner que se convertiría en su yerno, un yerno solo dos años menor que él, en 1870.
Pero más allá de las vicisitudes rocambolescas de su biografía y más allá de su técnica pianística, determinante en la creación del instrumento moderno, Liszt fue, sobre todo, el creador de nuevos mundos sonoros como inventor del poema sinfónico. Alejándose de la concepción abstracta y formal del sinfonismo basado en el desarrollo y contraste de temas, Liszt se propuso que la música adquiriera un carácter descriptivo, aunque más poético que denotativo. Los trece poemas sinfónicos que compuso entre 1848 y 1858, de los cuales “Los preludios”, basado en un poema de Lamartine, es el más interpretado, buscan evocar la emoción del oyente, antes que narrar una escena. Al frente de esta obra, como explicación programática, Liszt anotó: "¿Qué es nuestra vida sino una serie de preludios de esa canción desconocida cuya primera nota solemne es tocada por la muerte?”
Concierto para piano y orquesta nº 2
Liszt inició la escritura de su segundo y extrañamente último concierto para piano en 1839, pero no fue estrenado hasta 1857 y aun habría de conocer una revisión en 1861. Coetáneo a la escritura de los poemas sinfónicos, este segundo concierto, a diferencia del primero, más virtuosístico, participa del lenguaje musical con el que Liszt había empezado a experimentar en sus poemas: la concatenación cíclica y la variación temática. Mediante la concatenación Liszt va construyendo secciones en el que diferentes motivos, sin relación, se fusionan en una estructura mayor, de modo que el concierto, aunque carece de movimientos, esta constituido por siete partes: Adagio - Allegro agitato- Allegro moderato -Allegro deciso- Marziale -Allegro animato. Por las siete partes transita, en continua transformación e hibridación con otros motivos secundarios, el tema anunciado por las maderas en los primeros compases. Es una melodía elegíaca que da al concierto su aura romántica y que, lanzada al mundo como un héroe byroniano inicia su periplo por la vida, como en una Bildungsroman o novela de aprendizaje, tan cara al romanticismo, desde la niñez hasta su consumación final en un resolutorio tutti orquestal.
Concierto rumano
El Concierto Rumano es una de las primeras obras de György Ligeti (1923-2006), data de 1951 y es fruto de sus trabajos de campo en la región de Transilvania, de la que era oriundo y que había pertenecido a Hungría hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Ligeti era judío, pero de lengua y cultura húngara, y hubo de sufrir los horrores del nazismo y el estalinismo: sus padres y su hermano fueron deportados a Auschwitz y solo la madre sobrevivió. Tras el aplastamiento de la revolución húngara de 1956 por el ejército soviético, el compositor logró exiliarse a Austria, nacionalizándose allí.
Bajo el magisterio de Bartók y Kodaly, pioneros de la etnografía musical, el joven Ligeti construyó su concierto con motivos directamente recopilados de los campesinos transilvanos y registrados en fonográficos cilindros de cera. Consta de cuatro movimientos: I Andantino, II Allegro vivace, III Adagio ma non troppo y IV Molto vivace en los que se suceden danzas y coros populares, pero modulados por Ligeti para provocar en la audiencia el efecto grotesco y casi tribal de las bandas de pueblo que había conocido en su infancia, cuando los músicos, disfrazados con máscaras de animales espantaban a los niños con sus danzas y melodías salvajes.
La obra no pudo estrenarse hasta 1971: el realismo soviético en su delirio solo aceptaba el uso de temas populares si eran presentados con dignidad patriótica. La utilización de un lenguaje moderno, pero muy distante todavía del que desarrollaría en obras posteriores, y la orquestación orgiástica, directamente aprendida en “El mandarín maravilloso de Bartók”, convertían este concierto rumano en una peligrosa algarada subversiva.
El mandarín maravilloso: Suite
Acabada la Gran Guerra y abierta por Freud la caja de Pandora de los traumas subconscientes, una oscura pulsión expresionista arrastraba a los creadores a las zonas más lóbregas de la experiencia humana. Richard Strauss, con “Salomé” (1905) y “Elektra” (1909), y Stravinsky en 1913 con “La consagración de la primavera”, habían abierto las compuertas siniestras a las que se adscriben el “Wozzeck” (1925) y la “Lulú” (1937) de Alban Berg o la “Ópera de tres peniques” (1928) de Kurt Weill. A este mundo turbio pertenece “El mandarín maravilloso” (1928) que Béla Bartók (1881-1945) adaptó como pantomima a partir de un cuento de Melchior Lengyel (1800-1974). El escándalo acompañó a la función desde su estreno en Colonia y, para preservar la música, Bartók le dio la forma de suite sinfónica.
La historia del mandarín, encarnación de las fuerzas primigenias, a quien la voluptuosidad y el deseo hacen inmune a la muerte, nos devuelven al terreno del poema sinfónico, pero las sensaciones plácidas y románticas evocadas por Liszt son trocadas aquí por una ebriedad orquestal que late entre espasmos, desde una rapsodia canalla hacia la plenitud sensorial del éxtasis.
José María Jurado García-Posada