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Gran Sinfónico 09 |
Gran Sinfónico 09

10/11ABR2025|20:00H

Teatro de la Maestranza |
20:00 h.

BÉLA BARTÓK | Concierto para piano y orquesta nº1
ÍGOR STRAVÍNSKI | Petrushka

Piano | Juan Pérez Floristán
Directora | Eun Sun Kim

Gran Sinfónico 09 | Notas al programa
Gran Sinfónico 09
Notas al programa

Dos territorios diferentes (y no sólo en el sentido geográfico) se nos presentan en el concierto de esta noche. Dos compositores de obra dilatada y con una gran atención al folklore de sus países respectivos, que además los han convertido en símbolos nacionales que trascienden lo musical, aunque en el caso del internacional Stravinsky  sea algo más discutible, pues en 1917 abandonó Rusia para residir en varios países europeos y en los Estados Unidos hasta su vuelta a la URSS, breve y triunfal, en 1962.

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A comienzos de la II Guerra Mundial, ambos se trasladan a EEUU. La experiencia fue muy distinta: Bartok llegó en 1939, pero sufrió cierto desinterés hacia su música, los conciertos fueron cada vez más escasos y tuvo una ajustada situación económica. Murió en 1945. En ese mismo año, Stravinski, hombre de mundo y con un gran instinto para los negocios y las relaciones, obtuvo la ciudadanía norteamericana. Hasta su muerte a los 88 años vivió en el país, aunque viajando continuamente gracias a su creciente fama internacional.

 

Béla Bartok : Concierto para piano  y orquesta nº 1.

En los primeros años veinte  Béla Bartók era  más conocido como pianista virtuoso que como compositor, aunque ya tenía una considerable obra a sus espaldas, enseñaba en la Academia de Budapest y continuaba sus notables investigaciones sobre la música folklórica húngara.

Autor de tres conciertos para piano y orquesta, el primero lo concluye en noviembre de 1926 y se estrenó en 1927 en las Semanas Musicales de Frankfurt, con el autor al piano y la orquesta dirigida por Furtwängler.  El concierto rechaza los aspectos románticos pero tampoco es de una modernidad provocadora.  Aunque algunos críticos hablaron de “un retorno a Bach”, el propio compositor declaró haberse inspirado en “la música anterior a Bach” y se sabe que en esos años frecuentaba las obras de Marcello, Scarlatti o Frescobaldi en sus recitales. Puede considerarse dentro de la estética “neoclásica” de la época. Se trata del más hermético de los tres conciertos y presenta una extrema dificultad para el solista, ya que el piano es tratado en muchos pasajes como un instrumento de percusión, con funciones rítmicas y tímbricas radicales que le otorgan una sonoridad atípica.

Allegro moderato – Allegro

Destaca por su intensidad, ya que el piano comienza atacando una sola nota para continuar con un énfasis percutivo que lo aleja de la tradición del XIX y destruye toda forma melódica.  Siguen glissandi y disonancias hasta llegar a un final abrupto.

Andante – Attacca

Todo el movimiento está atravesado por un clima sombrío, debido a la omisión de las cuerdas. En esta especie de música nocturna, al piano sólo se le unen las maderas, los metales y la percusión. Destaca el ritmo de una marcha que alcanza un climax sorprendentemente disonante por parte de la orquesta sobre un piano ostinato.

Allegro molto

Sin pausa, nos encontramos con un movimiento agitadísimo, en el que interviene una danza dominada por el piano, cuyo ostinato rítmico está subrayado por las maderas y alcanza velocidades extremas. Tras una breve sección fugada y un pasaje bailable, el concierto llega a un final precipitado.

A pesar de su aparente desorganización, de las repentinas variaciones de intensidad, la obra posee una unidad orgánica que se basa en la construcción rítmica. Por su sonoridad atípica, el concierto fue difícil de comprender para las primeras audiencias,  los primeros intérpretes y, por supuesto, para buena parte de la crítica, como lo prueba esta de 1928: “Un caos tonal es lo único que surge del diabólico empleo simultáneo de distintas tonalidades no relacionadas entre sí. Es como un laberinto místico. Sólo el guía conoce el camino que lleva a la salida”.

Igor Stravinski: Petrushka

Tras el éxito de El pájaro de fuego, Petrushka es la segunda colaboración de Stravinsky con los Ballets Rusos, dirigidos por ese empresario “indispensable” que fue Serguéí Diaghilev, al que el rey Alfonso XIII, mecenas del ballet en sus giras españolas, le preguntó: “¿Qué hace usted en esta compañía? No dirige la orquesta, no baila, no toca el piano”. “Majestad, soy como vos. No trabajo, no hago nada, pero soy indispensable” fue la respuesta.

Escrita entre agosto de 1910 y mayo de 1911, se estrenó en el teatro del Chatelet de París, a cargo de nombres ya míticos: Pierre Monteux fue el director, Michel Fokin, el coreógrafo, Alexander Benois  se encargó de los decorados, Nijinski encarnaba a Petrushka y la Karsávina a la Bailarina. La actuación de Nijinski fue excepcional (“el actor más grande del mundo”, en palabras de Sarah Bernard).

Si El pájaro de fuego se situaba aún entre dos épocas, Petrushka pertenece plenamente al siglo XX y anticipa la conmoción de La consagración de la primavera (1913), esa “hermosa pesadilla” de marcados ritmos primitivos. El propio compositor comprendía que ese “magnífico éxito” le permitía “estar seguro de mi oído en el momento justo en que iba a empezar La consagración de la primavera”.

La música que Stravinsky comenzó a componer como una pieza de concierto se convirtió, tras la intervención de Diaghilev y la colaboración de Benois,  en un ballet. Buscaba un título que expresara  el carácter de su música y, paseando por la orilla del lago Leman, lo encontró: “¡Petrushka! El héroe inmortal y desdichado de todas las ferias de todos los países”.

Brillante y precisa en su orquestación, es una obra caleidoscópica, sucesión de temas populares y folklóricos con una endiablada polirritmia. Queda así afianzada la personalidad musical de Stravinsky, que se distancia aquí de la noción de desarrollo y crea contrastes con atrevidos bloques sonoros, una técnica que se ha comparado con el cubismo de Picasso y de Braque.  Obra de ruptura, en ella encontramos citas de dos valses de Lanner y un gran número de temas rusos, algunos ya utilizados por Rimsky-Korsakov o Balákirev.

En la obra, el protagonismo se reparte entre la individualidad del muñeco y la presencia de la multitud. La acción se sitúa alrededor de 1830 y presenta cuatro escenas. La primera, “Fiesta popular de la Semana de Carnaval”, tiene lugar en  la plaza del Almirantazgo de San Petersburgo, durante la feria del carnaval, con un gran gentío. Cuando el  charlatán abre su teatrillo, se ven tres muñecos que comienzan a bailar. El Moro y Petrushka están enamorados de la Bailarina, que claramente prefiere al Moro. Celoso,  Petrushka  agrede al Moro y el titiritero detiene la función.

En la segunda escena, “En casa de Petrushka”,  está encerrado en su cuarto por el charlatán y protesta por semejante crueldad golpeando las paredes. Aparece la Bailarina y Petrushka, emocionado, le expresa su amor con brusquedad. La Bailarina se marcha asustada por la rudeza de Petrushka, dejándolo sumido en la tristeza.

La tercera escena, “Con el Moro”, sucede en el cuarto del Moro, también prisionero pero feliz con su situación. Entra la Bailarina y, ante los halagos del Moro, se deja abrazar. Precedidos por un vals que Stravinski toma de Lanner, el Moro danza sin gracia con la Bailarina En ese momento entra Petrushka, que amenaza al Moro, quien se defiende con su cimitarra y lo  hace huir. Un movimiento rápido ilustra la persecución.

La escena final, “Fiesta popular y muerte de Petrushka”, muestra las celebraciones del carnaval en la plaza, pero la fiesta se interrumpe cuando Petrushka sale del teatrillo perseguido por el Moro, que lo mata. La gente se asusta pensando que se ha cometido un asesinato, llega un policía e interroga al charlatán, que le muestra en el suelo un muñeco de trapo. La fiesta llega a su fin, todos se van retirando y,  cuando el charlatán se queda solo y va a recoger sus muñecos, ve en el techo del teatrillo el fantasma de Petrushka, que se burla de él, en la última de sus metamorfosis: muñeco, persona, fantasma.

Debussy descubrió tempranamente en Petrushka “una especie de magia sonora, una transformación misteriosa de seres mecánicos en almas humanas, mediante un encantamiento cuya invención me parece hasta ahora que  sólo te pertenece”.

En 1921, y a instancias de Arthur Rubinstein (que le pagó generosamente), Stravinsky transcribió para piano tres de sus movimientos, en la que es una de las piezas maestras del virtuosismo contemporáneo. Ya en 1947,  reescribió la obra “con el doble propósito de preservar los derechos de autor y de adaptarla a los dispositivos de las orquestas de mediano tamaño”, es decir, pensada más para el concierto que para el ballet.

Juan Lamillar